

Cuando era muchacho recuerda que su madre compraba a veces medio kilo de café para una pequeña taberna que su marido regentaba en la plaza del pueblo. En aquella época, como ocurriría durante muchos años después, el café venía de contrabando de Portugal; lo traían a lomos de caballos a escondidas de la guardia civil que vigilaba los caminos y lo vendían en pequeñas cantidades a conocidos. Dado el alto precio del mismo, la escasez de recursos y la ilegalidad de su venta, se prestaba al fraude, con el agravante de no poder denunciar a nadie el hecho. El fraude más frecuente era rellenar los paquetes con garbanzos tostados y ennegrecidos, solo la parte superior e inferior llevaba café auténtico porque eran los sitios por donde se abría el paquete para comprobar su calidad.

Antonio recuerda que su mujer, que disfrutaba intensamente con un poquito de café, siempre tenía café El Camello o El barco, las dos marcas de café portugués que compraba en una casa del centro del pueblo donde vivían dos hermanas solteras que hicieron su fortuna con la venta del mismo.
Pasarían muchos años antes de cambiar el viejo molinillo manual por uno eléctrico, el segundo electrodoméstico, después de la radio, que entró en su casa.
Termina la mañana y el pequeño molinillo está terminado y listo para ocupar su espacio en la estantería acompañado de todos los recuerdos de Antonio.