lunes, 3 de noviembre de 2008

El molinillo de café

El burbujeo de la cafetera adelanta la sucesión de placeres que estrenan un día flamante, nuevecito, dispuesto a ser vivido y completado hasta el final. Tras el alegre sonido llega el aroma inconfundible y le sigue el sabor ligeramente amargo que aviva los sentidos y conforta el desasosiego nocturno del estómago, en reposo durante las largas horas de la noche.

Antonio dedica la mañana a construir un pequeño molinillo de café, como aquel de latón rojo que servía para moler diariamente el café torrefacto portugués, El Camello, que se dosificaba como si de oro se tratara dado el altísimo precio que tuvo durante tantos y tantos años. El molinillo tenía un tornillo, en la parte superior donde se ajustaba la manivela, que permitía moler el café de manera más fina o más gruesa, según el gusto del consumidor. ¡Cuántas veces tuvo que ajustar o cambiar ese tornillo que se aflojaba dada la mala calidad de la lengüeta de latón que lo ajustaba!.
El molinillo permitía comprar el café a granel y molerlo en casa según la necesidad. Hasta entonces, y para quien no disponía de dinero suficiente para comprar el paquete de café de medio kilo, existía en las tiendas de ultramarinos un molinillo más grande y que molía a gusto de la clientela, dos pesetas de café, una peseta, etc.
Cuando era muchacho recuerda que su madre compraba a veces medio kilo de café para una pequeña taberna que su marido regentaba en la plaza del pueblo. En aquella época, como ocurriría durante muchos años después, el café venía de contrabando de Portugal; lo traían a lomos de caballos a escondidas de la guardia civil que vigilaba los caminos y lo vendían en pequeñas cantidades a conocidos. Dado el alto precio del mismo, la escasez de recursos y la ilegalidad de su venta, se prestaba al fraude, con el agravante de no poder denunciar a nadie el hecho. El fraude más frecuente era rellenar los paquetes con garbanzos tostados y ennegrecidos, solo la parte superior e inferior llevaba café auténtico porque eran los sitios por donde se abría el paquete para comprobar su calidad.
Hasta bien avanzados los años sesenta siguió el estraperlo de café, ya de manera más sofisticada, pero igualmente ilegal debido al alto precio que tenía el mismo café en las tiendas habituales. Había familias enteras que vivían del negocio comprando el café en Portugal o en determinados lugares de Badajoz, conocidos familiarmente, y luego los distribuían en los pueblos vendiéndolos directamente en casas particulares.
Antonio recuerda que su mujer, que disfrutaba intensamente con un poquito de café, siempre tenía café El Camello o El barco, las dos marcas de café portugués que compraba en una casa del centro del pueblo donde vivían dos hermanas solteras que hicieron su fortuna con la venta del mismo.
Pasarían muchos años antes de cambiar el viejo molinillo manual por uno eléctrico, el segundo electrodoméstico, después de la radio, que entró en su casa.
Termina la mañana y el pequeño molinillo está terminado y listo para ocupar su espacio en la estantería acompañado de todos los recuerdos de Antonio.

sábado, 18 de octubre de 2008

La aceitunas

Finales de septiembre. Los olivos inclinan sus ramas hasta el suelo cargados de las hermosas bolitas verdes insinuándose entre las hojas plateadas de estos árboles centenarios que parecen impasibles al transcurso de los meses. Las aceitunas brillantes invitan a comerlas así directamente de los árboles; algún extranjero de tierras frías que desconocen los árboles arrancó una y atraído por su color le dio un mordisco. Tardó una semana en olvidar el ácido amargor que contenía la hermosa esmeralda.
Para Antonio los olivos así cargados tienen una belleza especial porque son la promesa de muchos jornales, primero para recogerla y luego por la gran cantidad de aceite, para el consumo de casa o para la venta.

Pero sus achaques físicos le impiden acercarse a los campos como antes, coger la aceituna, llevarla al molino, macharla, rayarla, endulzarla, aliñarla… y luego comerla mientras poda los árboles quitando las ramas secas, los chupones inútiles, las ramas altas; en definitiva, domesticando al olivo, dándole aire para respirar y espacio para las nuevas hojas.


En estos días en que olivares enteros desaparecen de las afueras de los pueblos por la especulación inmobiliaria, Antonio recuerda una y otra vez que en su juventud los olivos eran árboles protegidos que no se podían arrancar si no se pagaba previamente una tasa y se comprometían a plantar otro. El olivo, junto con la viña era la garantía de no pasar hambre en una época en que la alimentación se reducía a los garbanzos, los productos del cerdo (tocino, morcilla y chorizo), queso de cabra, pan, vino y aceitunas.

Antonio recuerda que su madre, como muchas otras personas, sentía verdadera aversión por las aceitunas; no soportaba ver a nadie comiéndolas en sus proximidades. Sin embargo, dado que era un producto que quitaba el hambre y servía para las meriendas de la tarde de los niños y niñas de la casa, a falta de chocolate, ella se obligaba a endulzarlas y aliñarlas para que duraran todo el año, hasta la siguiente cosecha. Luego, por la tarde, les daba un trozo de pan a sus hijos y éstos se iban al patio, donde estaba la tinaja con las aceitunas, y se comían un plato allí, fuera de la vista de la madre.


Este año Antonio se entristecía por no ver de cerca los olivos, pero un día espléndido de septiembre, sentado en una silla bajo las ramas frondosas de uno de ellos, pudo acariciar las hojas y arrancarles el preciado fruto con sus manos. Su mirada cambió por unas horas y el recuerdo quedará entre sus dedos y le durará otra buena temporada.

Estas son las pequeñas perlas de la vida que hay que saber descubrir por encima de todo. Estas perlas que nos hacen olvidar por un momento al menos los achaque inevitables de la vida que nos recuerdan que estamos vivos.

lunes, 6 de octubre de 2008

La panera

La panera, o la corcha, como la llamaban en su época, era un recipiente indispensable para lavar la ropa y fue todo un avance porque permitía a las mujeres lavar en sus casas. Antonio, el jubilado, recuerda que en su infancia y adolescencia, las mujeres iban a lavar la ropa a la ribera. Era un riachuelo que se encontraba a unos dos kilómetros del pueblo y que tenía el agua muy clara. Allá se dirigían las mozas con los canastos al cuadril acompañadas de algunas mujeres mayores para evitar que ocurrieran “males mayores”, como la presencia de algún labradorcillo. Ese día, uno a la semana, iban contentas y cantando porque pasaban todo el día al aire libre y juntas. Llevaban lo necesario para hacer un gazpacho para almorzar; el postre lo buscaban en las huertas vecinas: un racimo de uvas, unos higos, unas manzanas… siempre atentas a que el dueño del huerto no las descubriera entre tanta risa.

La ropa se tendía sobre las hierbas de la zona, que la impregnaba de un perfume silvestre, primero para que se soleara y recuperara la blancura y luego, tras un segundo lavado, para que se secara.


A la caída de la tarde volvían con la ropa limpia y, a veces, algún carretero o mozo de mulas que iba en su camino les aligeraba el peso cargando los cestos en los carros. Entonces el bullicio, las risas, las bromas entre las jóvenes aumentaban y llegaban a casa soñando con la semana próxima.

Claro que así lo vivían las jóvenes, no las mujeres casadas. A estas lo primero que procuraba hacerle el marido era una panera o una corcha para que pudiera lavar en casa y se librara de esas caminatas. Era todo un avance, un signo de progreso, de calidad de vida. Pero con la panera la mujer se recluía en casa y perdía el contacto con las chicas de la ribera, con la alegría, la risa, las bromas. Así se recuerdan las mujeres lavando en el patio, en la cuadra o en un rincón de la cocina, siempre solas o rodeadas de niños y niñas para los que había que lavar diariamente los pañales.

La panera de mi madre era de cemento y nunca desapareció de casa, ni siquiera cuando llegó la lavadora, aquella que se cargaba por arriba y que simplemente meneaba la ropa de derecha a izquierda y al revés.

Hasta que no cambiamos de casa y adquirimos una lavadora de tambor no dejó de funcionar la panera, allí se quedó en la casa y probablemente siga en su sitio, si no han hecho reformas, guardando en silencio los sabañones de invierno y los sudores de verano.

lunes, 22 de septiembre de 2008



La verdad es que muchas personas piensan que estas pequeñas cosas son faciles de hacer y que todo seria cuestion de ponerse, pero cuando uno se pone a realizar estas cosas se da cuenta de lo dificil que es, y aunque su edad no le permita realizar cosas mas grandes, siempre nos quedara en el recuerdo aquellas grandes manualidades; como una casa a la que no le falta ningun detalle, un barco e incluso un puente.
Por eso hay que apreciar esas pequeñas cosas, que aunque podamos pensar que las manualidades de gran tamaño llevan más trabajo y maña, no es así siempre e incluso es probable que sean más difíciles las pequeñas que las grandes.

martes, 16 de septiembre de 2008

Los rincones de la memoria

A sus 85 años Antonio, con todo el tiempo libre que le otorga su incapacidad para moverse con facilidad, se deja arrastrar por los laberintos de la memoria y rescata de sus recuerdos aquellos objetos familiares que hoy ya han desaparecido de nuestras casas o de nuestros oficios. Cuando coge un trozo de madera pasa unos días dándole vueltas hasta que, sin decir nada, le vemos con su sierra o su navaja cortando por aquí, pegando por allá, incluso reciclando algún motorcillo de otro juguete… y un día lo pone en marcha ante nosotros y con los ojos brillantes de emoción nos explica su funcionamiento: es un molino de aceite.
Sus recuerdos se desbordan y habla de su infancia y mocedad cuando trabajaba de mozo de mulas en una de las casas de labradores más ricos de su pueblo, Aceuchal, en la provincia de Badajoz. Enseña con orgullo su pequeña obra y revive episodios de los años veinte y treinta: la abundancia de algunas cosechas, la escasez de otras, el estraperlo, el abuso de autoridad de la guardia civil en los años del hambre, los depósitos escondidos en las casas, las dificultades para sobrevivir a las expropiaciones del estado; los sistemas de medida de capacidad, el sistema de trabajo, los jornales.
Y mientras tanto le escuchamos con avidez conscientes de que ese mundo se irá con él y queremos retenerlo tanto como podamos para entregárselo a nuestros hijos e hijas en herencia.

domingo, 14 de septiembre de 2008

En las estanterías de un jubilado suele haber muchas fotos, en cambio en las de este jubilado podemos encontrar numerosas manualidades, desde sillas en miniatura hasta un barco o una casa, pasando por palomas, perros, mesas, etc. Todas estas manualidades requieren habilidad, tiempo y paciencia.