sábado, 18 de octubre de 2008

La aceitunas

Finales de septiembre. Los olivos inclinan sus ramas hasta el suelo cargados de las hermosas bolitas verdes insinuándose entre las hojas plateadas de estos árboles centenarios que parecen impasibles al transcurso de los meses. Las aceitunas brillantes invitan a comerlas así directamente de los árboles; algún extranjero de tierras frías que desconocen los árboles arrancó una y atraído por su color le dio un mordisco. Tardó una semana en olvidar el ácido amargor que contenía la hermosa esmeralda.
Para Antonio los olivos así cargados tienen una belleza especial porque son la promesa de muchos jornales, primero para recogerla y luego por la gran cantidad de aceite, para el consumo de casa o para la venta.

Pero sus achaques físicos le impiden acercarse a los campos como antes, coger la aceituna, llevarla al molino, macharla, rayarla, endulzarla, aliñarla… y luego comerla mientras poda los árboles quitando las ramas secas, los chupones inútiles, las ramas altas; en definitiva, domesticando al olivo, dándole aire para respirar y espacio para las nuevas hojas.


En estos días en que olivares enteros desaparecen de las afueras de los pueblos por la especulación inmobiliaria, Antonio recuerda una y otra vez que en su juventud los olivos eran árboles protegidos que no se podían arrancar si no se pagaba previamente una tasa y se comprometían a plantar otro. El olivo, junto con la viña era la garantía de no pasar hambre en una época en que la alimentación se reducía a los garbanzos, los productos del cerdo (tocino, morcilla y chorizo), queso de cabra, pan, vino y aceitunas.

Antonio recuerda que su madre, como muchas otras personas, sentía verdadera aversión por las aceitunas; no soportaba ver a nadie comiéndolas en sus proximidades. Sin embargo, dado que era un producto que quitaba el hambre y servía para las meriendas de la tarde de los niños y niñas de la casa, a falta de chocolate, ella se obligaba a endulzarlas y aliñarlas para que duraran todo el año, hasta la siguiente cosecha. Luego, por la tarde, les daba un trozo de pan a sus hijos y éstos se iban al patio, donde estaba la tinaja con las aceitunas, y se comían un plato allí, fuera de la vista de la madre.


Este año Antonio se entristecía por no ver de cerca los olivos, pero un día espléndido de septiembre, sentado en una silla bajo las ramas frondosas de uno de ellos, pudo acariciar las hojas y arrancarles el preciado fruto con sus manos. Su mirada cambió por unas horas y el recuerdo quedará entre sus dedos y le durará otra buena temporada.

Estas son las pequeñas perlas de la vida que hay que saber descubrir por encima de todo. Estas perlas que nos hacen olvidar por un momento al menos los achaque inevitables de la vida que nos recuerdan que estamos vivos.

lunes, 6 de octubre de 2008

La panera

La panera, o la corcha, como la llamaban en su época, era un recipiente indispensable para lavar la ropa y fue todo un avance porque permitía a las mujeres lavar en sus casas. Antonio, el jubilado, recuerda que en su infancia y adolescencia, las mujeres iban a lavar la ropa a la ribera. Era un riachuelo que se encontraba a unos dos kilómetros del pueblo y que tenía el agua muy clara. Allá se dirigían las mozas con los canastos al cuadril acompañadas de algunas mujeres mayores para evitar que ocurrieran “males mayores”, como la presencia de algún labradorcillo. Ese día, uno a la semana, iban contentas y cantando porque pasaban todo el día al aire libre y juntas. Llevaban lo necesario para hacer un gazpacho para almorzar; el postre lo buscaban en las huertas vecinas: un racimo de uvas, unos higos, unas manzanas… siempre atentas a que el dueño del huerto no las descubriera entre tanta risa.

La ropa se tendía sobre las hierbas de la zona, que la impregnaba de un perfume silvestre, primero para que se soleara y recuperara la blancura y luego, tras un segundo lavado, para que se secara.


A la caída de la tarde volvían con la ropa limpia y, a veces, algún carretero o mozo de mulas que iba en su camino les aligeraba el peso cargando los cestos en los carros. Entonces el bullicio, las risas, las bromas entre las jóvenes aumentaban y llegaban a casa soñando con la semana próxima.

Claro que así lo vivían las jóvenes, no las mujeres casadas. A estas lo primero que procuraba hacerle el marido era una panera o una corcha para que pudiera lavar en casa y se librara de esas caminatas. Era todo un avance, un signo de progreso, de calidad de vida. Pero con la panera la mujer se recluía en casa y perdía el contacto con las chicas de la ribera, con la alegría, la risa, las bromas. Así se recuerdan las mujeres lavando en el patio, en la cuadra o en un rincón de la cocina, siempre solas o rodeadas de niños y niñas para los que había que lavar diariamente los pañales.

La panera de mi madre era de cemento y nunca desapareció de casa, ni siquiera cuando llegó la lavadora, aquella que se cargaba por arriba y que simplemente meneaba la ropa de derecha a izquierda y al revés.

Hasta que no cambiamos de casa y adquirimos una lavadora de tambor no dejó de funcionar la panera, allí se quedó en la casa y probablemente siga en su sitio, si no han hecho reformas, guardando en silencio los sabañones de invierno y los sudores de verano.