La ropa se tendía sobre las hierbas de la zona, que la impregnaba de un perfume silvestre, primero para que se soleara y recuperara la blancura y luego, tras un segundo lavado, para que se secara.
Claro que así lo vivían las jóvenes, no las mujeres casadas. A estas lo primero que procuraba hacerle el marido era una panera o una corcha para que pudiera lavar en casa y se librara de esas caminatas. Era todo un avance, un signo de progreso, de calidad de vida. Pero con la panera la mujer se recluía en casa y perdía el contacto con las chicas de la ribera, con la alegría, la risa, las bromas. Así se recuerdan las mujeres lavando en el patio, en la cuadra o en un rincón de la cocina, siempre solas o rodeadas de niños y niñas para los que había que lavar diariamente los pañales.
La panera de mi madre era de cemento y nunca desapareció de casa, ni siquiera cuando llegó la lavadora, aquella que se cargaba por arriba y que simplemente meneaba la ropa de derecha a izquierda y al revés.
Hasta que no cambiamos de casa y adquirimos una lavadora de tambor no dejó de funcionar la panera, allí se quedó en la casa y probablemente siga en su sitio, si no han hecho reformas, guardando en silencio los sabañones de invierno y los sudores de verano.
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